Fuimos a comer a una pizzería. El marido se levantó un minuto. Yo me quedé sentada en gran plática con Pedro, mi amigo colombiano que estaba de visita. Nos levantamos para irnos. Mi bolsa roja Longchamp, regalo de cumpleaños del marido y que estaba en el respaldo de mi silla, había desaparecido. Junto con ella se fueron mi cartera LV de la colección Kusama , mi Iphone 4, las fotos de Sofía, las identificaciones, las llaves de la casa. Atrás de nosotros, una mesa vacía con una cerveza llena. Un hombre había entrado, vió la oportunidad y se llevó la bolsa en nuestras narices.
México, mi país, debe de ser uno de los que peor reputación tiene en el mundo en lo que a criminalidad se refiere. Nunca me había pasado nada como esto. Tuve que venir a vivir del otro lado del oceano para vivir mi primera (y espero última) experiencia de este tipo.
Corrí desesperada a la calle, busqué en todos los basureros cercanos y me metí al metro para ver si veía a alguien con mis cosas. Nada. Luego de cancelar tarjetas y levantar la denuncia a la policía, vienen los "y si hubiera"..."y si hubiera dejado la bolsa en la otra silla" y "si me hubiera levantado antes". Luego, las culpas..."eso me pasa por traer cosas buenas, lo mejor es comprar cosas de menor calidad".
Y en medio de toda esa frustración, las palabras sabias de mi marido "así se aprende, por lo menos nunca nos vuelve a pasar una cosa de estas" y las de mi madre "no sacrifiques tus gustos por esto, te pueden quitar las cosas materiales pero nadie te quita la felicidad que sentiste cuando G.". Es cierto, nos pueden quitar las cosas materiales y, aunque nos duela, al final las podemos sustituír. Pero lo que realmente es irremplazable, nadie nos lo puede arrebatar.
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